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Nada podía ser más absoluto que el cambio que había tenido lugar en mis sentimientos desde la noche en que apareció el demonio. Antes había considerado mi promesa con una sombría desesperación, como algo que debía cumplirse, cualesquiera que fueran las consecuencias; pero ahora me sentía como si me hubieran quitado una venda de los ojos y, por vez primera, pudiera ver con claridad. La idea de volver a mi trabajo ni siquiera se me pasó un instante por la cabeza. La amenaza que había escuchado pesaba en mis pensamientos, pero no creía que pudiera hacer nada para apartarla de mi cabeza. Había decidido conscientemente que crear otro ser diabólico como aquel que ya había hecho sería un acto del más vil y atroz egoísmo, y aparté de mi mente cualquier pensamiento que pudiera conducirme a una conclusión diferente.
Entre las dos y las tres de la madrugada salió la luna, y entonces, colocando la cesta en el interior de un pequeño bote de vela, me adentré unas cuatro millas en el mar. El lugar estaba absolutamente solitario; solo algunas barcas regresaban a tierra, pero yo procuré alejarme de ellas. Me sentía como si fuera a cometer algún espantoso crimen y, con temblorosa ansiedad, evité cualquier encuentro con mis semejantes. Entonces, la luna, que hasta entonces había estado clara, se cubrió repentinamente con una espesa nube, y aproveché el momento de oscuridad para arrojar la cesta al mar. Escuché el burbujeo mientras se hundía y luego me aparté de aquel lugar. El cielo se había nublado; pero el aire era puro, aunque venía helado por la brisa del noreste que se estaba levantando. Pero me reanimó y me imbuyó de sensaciones tan agradables que decidí prolongar mi estancia en el agua y, fijando el timón, me tumbé en el fondo de la barca. Las nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro, y solo podía oír el sonido del barco cuando la quilla cortaba las olas. Aquel sonido me arrullaba y poco después me quedé profundamente dormido.