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—Has destruido la obra que comenzaste… ¿qué es lo que pretendes? ¿Te atreves a romper tu promesa? He soportado calamidades y miserias. Abandoné Suiza detrás de ti; me arrastré a lo largo de las orillas del Rin, entre sus pequeños islotes y por las cumbres de sus colinas. He vivido durante muchos meses en los páramos de Inglaterra y en los solitarios bosques de Escocia. He soportado un cansancio que no puedes imaginar, y frío y hambre. ¿Y te atreves a destruir mis esperanzas?

—¡Apártate de mí! —contesté—. ¡Rompo mi promesa! ¡Nunca crearé otro ser como tú, igual de deforme e igual de criminal!

—Esclavo… —dijo el engendro—, ya intenté razonar contigo una vez, pero has demostrado ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que yo tengo el poder; tú crees que eres miserable, pero yo puedo hacerte tan desgraciado que incluso la luz del día podría resultarte odiosa. Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: ¡obedéceme!

—Monstruo… —dije—, la hora de mi debilidad ha pasado, y el tiempo de tu poder ha concluido. Tus amenazas no pueden obligarme a cometer un acto de maldad, sino que me confirman en la decisión de no crear para ti una compañera en el crimen. ¿O es que debo, a sangre fría, arrojar al mundo otro demonio cuyo único placer consiste en sembrar muerte y destrucción? ¡Vete! ¡No cambiaré de opinión, y tus palabras solo conseguirán aumentar mi furia!

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