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En aquel retiro, dediqué las mañanas al trabajo, pero por la tarde, cuando el tiempo me lo permitía, paseaba por la playa pedregosa junto al mar, para contemplar las olas que rugían y rompían a mis pies. Era un paisaje monótono y, sin embargo, siempre cambiante. Pensé en Suiza; era tan distinta a aquel desolado y aterrador lugar. Sus colinas están cubiertas de viñedos y sus granjas salpican aquí y allá los valles. Sus preciosos lagos reflejan un cielo azul y delicado; y cuando los vientos azotan sus tierras, no parece más que el juego de un niño travieso en comparación con los aterradores bramidos del inmenso océano.

De aquel modo distribuía mi tiempo cuando llegué; pero a medida que avanzaba en mi trabajo, este se me hizo cada día más horrible y más detestable. A veces ni siquiera tenía valor para entrar en el laboratorio durante varios días, y en otras ocasiones permanecía allí encerrado día y noche con la única idea de terminarlo de una vez. Verdaderamente, estaba inmerso en una tarea asquerosa. Durante mi primer experimento, una especie de frenesí de entusiasmo me había cegado ante el horror del trabajo que estaba llevando a cabo; mi mente estaba absorta en los resultados de mi labor y mis ojos permanecían cerrados ante lo horroroso de mi proceder. Pero ahora lo estaba haciendo a sangre fría, y mi corazón a menudo enfermaba ante lo que estaban haciendo mis manos.

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