Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—Podría pasarme la vida aquí —me decía—, y entre estas montañas apenas echaría de menos Suiza y el Rin.
Pero descubrió que la vida de un viajero, entre sus encantos, esconde también muchos pesares. Sus sentimientos siempre están en tensión; y cuando comienza a acostumbrarse, se encuentra con que tiene que partir en busca de algo nuevo que una vez más exige su atención y que también deberá abandonar por otras novedades. Apenas habíamos ido a ver los muchos lagos de Cumberland y Westmoreland, y apenas habíamos empezado a encariñarnos con algunos de sus habitantes cuando tuvimos que despedirnos de ellos para continuar nuestro viaje, pues ya estaba muy próxima la fecha del encuentro con nuestro amigo escocés. Por mi parte, no lo lamenté. Había descuidado mi promesa durante algún tiempo, y temía las consecuencias si el monstruo se ponía furioso. Tal vez se había quedado en Suiza y había desatado su venganza contra mis familiares; aquella idea me perseguía y me atormentaba en todos aquellos momentos que, en otras circunstancias, podría haber disfrutado del descanso y la paz. Esperaba las cartas con febril impaciencia: si se retrasaban, me sentía abatido y abrumado por mil temores; y cuando llegaban, y veía el remite de Elizabeth o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas, por temor a confirmar aquellas desgracias. Otras veces pensaba que aquel ser diabólico me seguía y podía recordarme la promesa asesinando a mi compañero. Cuando me acosaban esos pensamientos, no me apartaba de Henry ni un momento, y lo seguía como una sombra para protegerlo de la imaginaria furia de aquel asesino. Me sentía como si hubiera cometido un enorme crimen, cuyos remordimientos no me dejaran vivir. Yo era inocente, pero la realidad era que había lanzado sobre mí mismo una horrible maldición, tan mortal como la de un crimen.