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Desde Rotterdam navegamos hasta Inglaterra. Fue una mañana despejada de los últimos días de septiembre cuando vi por primera vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las riberas del Támesis ofrecían un paisaje nuevo; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades tenían una historia curiosa. Vimos Tilbury Fort, y recordamos la Armada Española; Gravesend, Woolwich, Greenwich… lugares de los que ya había oído hablar en mi país. Al final vimos las numerosísimas agujas de Londres, con San Pablo elevándose sobre todas las demás, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.

CAPÍTULO 11

Así pues, Londres era nuestro lugar de destino; decidimos permanecer algunos meses en aquella ciudad famosa y maravillosa. Clerval deseaba conocer a hombres de genio y talento que estaban en auge en aquellos años; pero para mí aquella era una cuestión secundaria; yo estaba principalmente preocupado por los medios con los que conseguir la información necesaria para cumplir mi promesa, y rápidamente despaché algunas cartas de presentación que llevaba conmigo, dirigidas a los más distinguidos filósofos de la naturaleza. Si aquel viaje hubiera tenido lugar durante mis días de estudio y felicidad, me habría proporcionado un indescriptible placer. Pero sobre mi vida había caído una maldición, y solo visité a aquellas personas con el fin de recabar la información que me pudieran ofrecer sobre el asunto en el que estaba tan profundamente interesado. La relación con otras personas me resultaba odiosa; cuando estaba solo, podía dejar volar mi imaginación hacia donde más me complaciera; y la voz de Henry me tranquilizaba, y así podía engañarme con una paz transitoria. Pero los rostros curiosos, amables y alegres despertaban una negra desesperación en mi corazón. Veía un muro infranqueable situado entre mis semejantes y yo; aquel muro se había levantado con la sangre de William y Justine, y pensar en aquellos sucesos llenaba mi alma de angustia. Pero en Clerval veía la imagen de lo que yo había sido antaño; era curioso y estaba deseando adquirir nuevas experiencias y conocimientos. Las diferencias en las costumbres que observaba eran para él una fuente infinita de observación y entretenimiento. Siempre estaba ocupado, y lo único que enturbiaba su felicidad era mi tristeza y mi semblante apesadumbrado. Yo intentaba ocultarlo todo lo posible, puesto que no debía arrebatarle los placeres naturales a una persona que, alejada de preocupaciones o de recuerdos amargos, está adentrándose en los nuevos horizontes que le ofrece la vida. A menudo me negaba a acompañarlo, alegando otros compromisos, y así podía quedarme solo. Entonces comencé también a reunir los materiales necesarios para mi nueva creación, y aquello fue para mí como una tortura, como gotas de agua que continuamente caen sobre la cabeza. Cada pensamiento que dedicaba a ello me causaba una inmensa angustia, y cada palabra que decía al respecto hacía temblar mis labios y palpitar mi corazón.

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