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Sonreí ante el entusiasmo de mi amigo y recordé con un suspiro aquella época en la que mis ojos habrían brillado con alegría al contemplar los paisajes que entonces veíamos. Pero el recuerdo de aquellos días era demasiado doloroso; debía acallar cualquier pensamiento para disfrutar de un poco de paz, y aquella idea ya era suficiente para emponzoñar cualquier placer.
Desde Colonia bajamos a las llanuras de Holanda, y decidimos continuar en diligencia el resto de nuestro camino, porque el viento era contrario y la corriente del río era demasiado lenta como para arrastrar el barco. Ahora llegábamos a un territorio muy distinto. La tierra era arenosa y las ruedas se hundían frecuentemente en ella. Las ciudades en este país constituían la parte más agradable del paisaje. Los holandeses son extremadamente ordenados, pero a menudo nos sorprendía lo poco práctico que resultaba su orden. Recuerdo que en cierto lugar había un molino de viento colocado de tal modo que el postillón se vio obligado a llevar el carruaje por un extremo del camino para evitar el giro de las aspas. El camino a menudo discurría entre dos canales, donde no había espacio más que para que pasara un carruaje; y cuando nos encontrábamos otro vehículo, lo cual ocurría con frecuencia, nos veíamos obligados a ir hacia atrás durante casi una milla, hasta que encontrábamos uno de los puentes levadizos que conducen a los sembrados, donde bajábamos con el carruaje y esperábamos a que pasara el otro. También empapan el lino en el barro de sus canales y lo cuelgan de los árboles, a lo largo de los caminos, para secarlo. Y cuando hace mucho calor, no es fácil soportar el hedor que desprende. Sin embargo, los caminos son magníficos y los prados, maravillosos.