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Fue muy a finales de agosto cuando partí de Ginebra, dispuesto a vivir dos años en el extranjero. Elizabeth aceptó las razones de mi viaje, y solo lamentaba que ella no tuviera las mismas oportunidades para ampliar sus conocimientos y cultivar su inteligencia. De todos modos, lloró al despedirse y me pidió que regresara feliz y tranquilo.

—Todos te necesitamos —dijo—; y si tú estás triste, ¿cuáles serán nuestros sentimientos?

Me metí en el carruaje que iba a alejarme de allí, sin saber apenas adónde me dirigía y sin importarme lo que sucedía a mi alrededor. Solo recuerdo, y pensé en ello con la angustia más amarga, que ordené que empaquetaran mi instrumental químico para llevármelo. Porque decidí cumplir mi promesa mientras estuviera en el extranjero y regresar, si era posible, como un hombre libre. Abrumado por todas aquellas visiones terribles, atravesé muchos paisajes maravillosos y majestuosos, pero mis ojos estaban clavados en el vacío y no veían nada; solo podía pensar en la finalidad de mi viaje y en el trabajo que iba a ocuparme mientras durara. Después de algunos días en los que estuve sumido en una indolente apatía, durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, donde permanecí dos días esperando a Clerval. Finalmente, vino; ¡Dios mío! ¡Qué enorme contraste había entre ambos! Él siempre estaba atento a todo; disfrutaba cuando veía la belleza del sol al atardecer, y aún se alegraba más cuando lo veía amanecer y comenzaba un nuevo día. Me señalaba los cambiantes colores del paisaje y las tonalidades del cielo.

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