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Escuché a mi padre en silencio y durante unos momentos permanecí sin dar contestación alguna. Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de pensamientos e intenté llegar a una conclusión. ¡Dios mío…! La idea de una boda inmediata con mi prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba comprometido por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no me atrevía a romper; y si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia! ¿Acaso podía celebrar un banquete con aquel peso mortal colgando de mi cuello y arrastrándome por el suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo así conseguiría que el monstruo se fuera con su compañera antes de que yo pudiera permitirme disfrutar de un matrimonio en el cual tenía depositadas todas mis esperanzas de paz. Recordé también la necesidad perentoria en que me hallaba, bien de viajar a Inglaterra, bien de entablar una larga correspondencia con los filósofos de ese país, cuyos conocimientos y descubrimientos me resultaban indispensables en semejante empresa. Esta última forma de conseguir la información precisa era lenta y enojosa; además, cualquier cambio me sentaría bien, y estaba encantado con la idea de pasar uno o dos años en otro lugar y con otras ocupaciones, lejos de mi familia; durante ese período de tiempo podría ocurrir algo que me devolviera la paz y la felicidad. Podría cumplir mi promesa y el monstruo podría partir; o tal vez podría acontecer algún accidente que acabara con él y pusiera fin a mi esclavitud para siempre. Aquellos sentimientos dictaron la respuesta que le di a mi padre. Expresé mi deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las verdaderas razones de aquella petición, disfracé mis intenciones con la máscara de un supuesto deseo de viajar y ver mundo antes de instalarme para siempre entre los muros de mi ciudad natal.