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Por mi parte, apenas participé en todos sus preparativos, y el amable cariño de mi amada Elizabeth no servía para arrancarme de las profundidades de mi desesperación. La promesa que le había hecho a aquel demonio pesaba en mi espíritu como las capas de hierro que llevaban los infernales hipócritas de Dante. Todos los placeres de la tierra y del cielo pasaban ante mí como en un sueño, y solo aquel único pensamiento poseía la capacidad para mostrarse como la verdadera realidad de la vida. ¿Es que alguien puede admirarse de que en ocasiones sufriera una especie de locura, o de que viera en torno a mí una multitud de espantosas bestias infligiéndome incesantes heridas que a menudo me hacían proferir gritos y amargos lamentos?

Sin embargo, poco a poco, aquellos sentimientos se calmaron. Volví a adentrarme en la vida cotidiana, si no con interés, al menos con un tanto de tranquilidad.

CAPÍTULO 10

Día tras día, semana tras semana fueron transcurriendo tras mi regreso a Ginebra, y no reuní el valor suficiente para comenzar el trabajo. Temía la venganza del demonio si lo defraudaba, sin embargo, era incapaz de vencer mi repugnancia a emprender la tarea. También descubrí que era incapaz de componer una mujer sin volver a dedicarle muchos meses de estudio y laboriosas pruebas. Había oído que un filósofo inglés había hecho algunos descubrimientos, cuyo conocimiento me sería de mucha utilidad, y en ocasiones pensaba pedirle permiso a mi padre para visitar Inglaterra con esa intención; pero me aferraba a cualquier excusa para retrasarlo y no me decidí a interrumpir mi tranquilidad recuperada. Mi salud, que hasta entonces se había resentido, había mejorado mucho; y, cuando no lo impedía el recuerdo de mi desgraciada promesa, me encontraba bastante animado. Mi padre observó aquel cambio con placer y constantemente buscaba el mejor método para erradicar los restos de la melancolía que de vez en cuando regresaba y me atacaba con su feroz oscuridad, ensombreciendo el anhelado amanecer. En aquellos momentos me refugiaba en la más absoluta soledad: pasaba días enteros en el lago, solo, en un pequeño bote, mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas, en silencio y en completa indiferencia. Pero el aire fresco y el sol brillante con mucha frecuencia conseguían devolverme en alguna medida la compostura; y cuando regresaba, respondía a los saludos de mis amigos con una sonrisa más dispuesta y un espíritu más afectuoso.

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