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Sus palabras tuvieron un extraño efecto en mí. Me compadecí de él y, por un momento, sentí el impulso de consolarlo; pero cuando lo miraba, cuando veía aquella masa inmunda que se movía y hablaba, mi corazón enfermaba y mis sentimientos se transformaban en horror y odio. Intenté sofocar esas emociones. Pensaba que, aunque no pudiera apreciarlo en absoluto, no tenía derecho a negarle la pequeña porción de felicidad que estaba en mi mano poder proporcionarle.

—Juras no hacer daño a nadie —dije—, pero ¿no has demostrado ya tu implacable maldad? ¿No debería desconfiar de ti? ¿No será esto una trampa para engrandecer tu victoria? ¿No estaré proporcionándote más ocasiones para tu venganza?

—¿Cómo…? —exclamó—. Pensaba que os habíais compadecido de mí y, sin embargo, aún os negáis a concederme el único bien que aplacaría mi corazón y me convertiría en un ser inofensivo. Si no tengo relaciones ni afectos, me entregaré al odio y a la maldad. El amor de otro ser destruirá la razón de mis crímenes y me convertiré en algo de cuya existencia nadie sabrá. Mis maldades son hijas de una soledad forzada que aborrezco, y mis virtudes florecerán necesariamente cuando reciba la comprensión de un igual. Sentiría el afecto de un ser vivo y me convertiría en un eslabón en la cadena del ser y de los acontecimientos de los que ahora estoy excluido.

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