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Me detuve algún tiempo a reflexionar en todo lo que había dicho y a meditar los argumentos que había empleado. Pensé en las prometedoras virtudes que había mostrado al principio de su existencia; y en la subsiguiente ruina de todos aquellos amables sentimientos, por culpa del desprecio y el espanto que sus protectores habían manifestado hacia él. En mis cálculos no olvidé ni su fuerza ni sus amenazas: una criatura que podía vivir en las grutas de hielo de los glaciares y podía ocultarse de sus perseguidores en las aristas de precipicios inaccesibles era un ser que poseía facultades a las que era imposible hacer frente. Después de una larga pausa para meditar, concluí que la justicia debida tanto a él como a mis semejantes me obligaba a acceder a sus peticiones. Así pues, volviéndome hacia él, le dije:

—Accedo a tu petición, con la siguiente condición: que me prometas solemnemente que abandonarás Europa, y cualquier otro lugar donde haya seres humanos, tan pronto como ponga en tus manos la hembra que te acompañará en tu exilio.

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