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—¡Oh, estrellas, y nubes, y viento… todos os burláis de mí! ¡Si realmente tenéis piedad de mí, aplastadme y destruidme! ¡Y si no, alejaos; alejaos y dejadme en la oscuridad!

Eran pensamientos enloquecidos y desesperados, pero no puedo describir hasta qué punto el eterno centellear de las estrellas me abrumaba, y cómo esperaba cada ráfaga de viento como si fuera un espantoso y turbio viento del sur dispuesto a consumirme.

Ya había amanecido cuando llegué a la aldea de Chamonix; pero mi aspecto, macilento y extraño, apenas pudo calmar los temores de mi familia, que había estado angustiada toda la noche, esperando mi regreso.

Al día siguiente regresamos a Ginebra. La intención de mi padre con aquel viaje había sido distraer mi mente y restaurar mi tranquilidad perdida. Pero la medicina había resultado fatal; e, incapaz de comprender aquella tristeza excesiva que yo parecía estar sufriendo, se apresuró a regresar a casa, esperando que la tranquilidad y la calma de la vida familiar aliviara poco a poco mis sufrimientos, cualquiera que fuera su causa.

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