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—He visto los paisajes más hermosos de mi país —decía—. He estado en los lagos de Lucerna y de Uri, donde las montañas nevadas se desploman casi verticalmente sobre el agua, proyectando sombras negras e impenetrables que los hacen tétricos y lúgubres, si no fuera por los islotes verdes que tranquilizan la vista con su alegre aspecto. He visto esos lagos agitados por la tempestad, cuando el viento arranca remolinos de agua y advierte cómo debe de ser una tromba marina en el océano abierto… y he visto romper las olas con furia en la base de las montañas, donde el cura y su amante quedaron sepultados por una avalancha y donde se dice que aún se escuchan sus voces moribundas en medio de las ventiscas nocturnas. He visto las montañas de La Valais y del Pays de Vaud, pero esta región, Victor, me gusta más que todas aquellas maravillas. Las montañas de Suiza son majestuosas y extraordinarias, pero en las orillas de este divino río hay encantos como no he visto jamás. Mira aquel castillo colgado en aquel precipicio; y aquel otro también, en la isla, casi oculto entre el follaje de aquellos encantadores árboles; y ahora, mira aquel grupo de trabajadores que vuelven de sus viñedos; y aquella aldea, medio escondida en la quebrada de la montaña… ¡Oh, seguramente el espíritu que habita y protege este lugar tiene un alma más piadosa con los hombres que aquellos que se esconden en los glaciares o viven en los inaccesibles picos de las montañas de nuestra tierra!

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