Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—¿Por qué me contesta con tanta brusquedad? —repliqué—. Desde luego, no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros de un modo tan poco amistoso.

—No sé cuáles son las costumbres de los ingleses —dijo aquel hombre—, pero la costumbre de los irlandeses es detestar a los criminales.

Mientras se desarrollaba aquel extraño diálogo, me di cuenta de que rápidamente aumentaba el número de personas congregadas. Sus rostros expresaban una mezcla de curiosidad y enfado que me molestaba y en cierta medida me asustaba. Pregunté por dónde se iba a la posada, pero nadie me contestó. Entonces di un paso adelante, y un murmullo se elevó entre la gente mientras me seguían y me rodeaban… y entonces un hombre de aspecto desagradable, adelantándose, me dio unas palmadas en el hombro y me dijo:

—Vamos, señor, sígame a casa del señor Kirwin; tendrá que darle explicaciones.

—¿Quién es el señor Kirwin? —dije—. ¿Y por qué tengo que darle explicaciones? ¿Acaso no es este un país libre?

—Claro, señor —contestó el hombre—, lo suficientemente libre para la gente honrada. El señor Kirwin es el magistrado, y usted debe dar cuenta de la muerte de un caballero que apareció asesinado aquí la pasada noche.

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