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Pero yo estaba condenado a vivir y dos meses después me encontré como si estuviera despertando de un sueño, en una prisión, tendido en un camastro miserable y rodeado de rejas, candados, cerrojos, y todo el desdichado aparato de una mazmorra. Fue una mañana, lo recuerdo, cuando me desperté en aquel estado. Había olvidado los detalles de lo que había ocurrido y solo me sentía como si una gran desgracia se hubiera abatido sobre mí. Pero cuando miré a mi alrededor y vi las ventanas enrejadas y la estrechez de la celda donde me encontraba, todo lo sucedido cruzó mi memoria y lloré amargamente. Aquellos gemidos despertaron a una vieja que estaba durmiendo en una silla, a mi lado. Era una cuidadora a sueldo, la mujer de uno de los carceleros, y su aspecto reflejaba todas esas malas cualidades que a menudo caracterizan a esa clase de personas. Su rostro era duro e implacable, como el de las personas acostumbradas a contemplar el dolor sin mostrar comprensión ninguna. Su voz expresaba una absoluta indiferencia. Se dirigió a mí en inglés, y en sus palabras pude reconocer la voz que había oído durante mi enfermedad.

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