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Mi padre me había oído a menudo hacer la misma afirmación durante mi encarcelamiento. Cuando me acusaba de aquel modo, a veces parecía desear que le diera una explicación; y en otras ocasiones probablemente consideraba que era consecuencia de mi delirio, y que durante mi enfermedad alguna idea de ese tipo se había grabado en mi imaginación, y que el recuerdo de la misma aún permanecía vivo en la convalecencia. Yo evité dar una explicación; mantuve un permanente silencio respecto al engendro que había creado. Tenía la sensación de que me tomarían por loco, y esto encadenó para siempre mi lengua, cuando en realidad habría dado un mundo por poder confesar aquel secreto fatal. En una de esas ocasiones, mi padre me dijo con una expresión de indecible sorpresa:
—¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás loco…? Querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir esas cosas tan raras…
—¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los cielos que me han visto actuar pueden atestiguar que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas víctimas absolutamente inocentes… ¡Y murieron por mis maquinaciones! Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, por haber salvado sus vidas. Pero no podía… padre, de verdad, no podía sacrificar a toda la raza humana…