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En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta era sosegada y cariñosa. «Me temo, mi adorada niña», le decía, «que queda poca felicidad en este mundo para nosotros, sin embargo, toda la que yo pueda disfrutar reside en ti. Aleja de ti temores infundados. Solo a ti he consagrado mi vida y mis deseos de felicidad. Tengo un secreto, Elizabeth, un secreto terrible. Te horrorizará hasta helarte la sangre; y luego, lejos de sorprenderte por mis desgracias, simplemente te asombrará que aún siga con vida. Te revelaré esta historia de sufrimientos y terror al día siguiente a nuestra boda… porque, mi querida prima, debe existir una confianza absoluta entre ambos. Pero hasta entonces, te lo ruego, no lo menciones ni aludas a ello. Te lo pido con todo mi corazón, y sé que me lo concederás».

Alrededor de una semana después de la llegada de la carta de Elizabeth, regresamos a Ginebra. Elizabeth me dio la bienvenida con mucho cariño; sin embargo, había lágrimas en sus ojos cuando vio mi cuerpo maltrecho y mi rostro febril. Yo también descubrí un cambio en ella. Estaba más delgada y había perdido buena parte de aquella maravillosa alegría que antaño me había encantado. Pero su dulzura y sus amables miradas de compasión la convertían en la mujer más apropiada para un ser condenado y miserable como yo.

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