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Se hicieron los preparativos para el acontecimiento. Recibimos a las visitas, que nos felicitaron, y todo parecía adornado con las galas más halagüeñas. En lo que me fue posible, oculté en lo más profundo del corazón la ansiedad que me consumía y acepté con aparente sinceridad todo lo que proponía mi padre, aunque todo aquello no podía servir sino como decorado de mi tragedia. Se adquirió una casa para nosotros, cerca de Cologny: así podríamos disfrutar de los placeres del campo y, sin embargo, estaríamos lo suficientemente cerca de Ginebra como para ir a visitar a mi padre todos los días, pues él seguiría viviendo en el interior de la ciudad, por Ernest, para que pudiera continuar sus estudios en la universidad.

Mientras tanto, yo adopté todas las precauciones para defenderme en caso de que aquel engendro quisiera atacarme. Siempre llevaba pistolas y una daga, y estaba siempre alerta para evitar emboscadas, y así conseguí gozar en alguna medida de cierta tranquilidad. Y, en realidad, conforme se aproximaba la fecha, la amenaza comenzó a parecer más bien una locura que no valía la pena tener en cuenta, pues probablemente no sería capaz de perturbar mi tranquilidad, mientras que la felicidad que esperaba de mi matrimonio iba adquiriendo poco a poco una apariencia de verdadera realidad a medida que se acercaba el día de la ceremonia, y oía hablar de ella como un acontecimiento que ningún incidente podría impedir.

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