Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Laurie sonrió.

―¿Bess? No hay cuidado. No se entera de nada. En este momento, con su arte, es como si se encontrara en Atenas. De todas formas, es conveniente deje ya eso. Lleva demasiado tiempo en el estudio y conviene dosificar esfuerzos.

Se acercó a Bess y la tomó por los hombros.

―Debieras dejar eso por ahora. ¿Por qué no vas a enseñar a tía Meg los nuevos cuadros? ―Al hablar a su hija, Laurie la miraba con la complacencia con que Pigmalión debió mirar a Galatea. Consideraba a Bess como la más bella obra de arte de la casa.

―Muy bien, papá. Pero dime, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?

―¿Quieres mi opinión sincera? Allá va, pues. Debo advertirte que ese niño tiene un carrillo más abultado que el otro. Sobre su frente tiene algo que más se parece a unos cuernos que a unos rizos rebeldes. Ahora, si dejamos aparte estos detalles, creo que podría rivalizar con los querubines de Rafael. Estoy orgulloso de ti.

Laurie subrayó sus palabras con francas risas. Recordaba las primeras tentativas artísticas de Amy y, hoy por hoy, le era imposible tomar en serio las obras de Bess.

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