Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—¿Y eso qué tiene que ver?

—No se cruzarán en mi camino —insistió—. Hacen falta dos para que haya un accidente.

—Supón que te encuentras con alguien tan imprudente como tú.

—Espero no encontrármelo jamás —respondió—. Detesto a los imprudentes. Por eso me gustas.

Sus ojos grises, irritados por el sol, miraban hacia delante, impertérritos, pero Jordan había modificado astuta y deliberadamente la naturaleza de nuestra relación, y por un momento creí que la quería. Pero pienso las cosas detenidamente y me someto a una considerable cantidad de reglas interiores que actúan como freno a mis deseos, y sabía que mi primera obligación era liberarme del lío que había dejado pendiente en mi ciudad natal. Escribía todas las semanas y seguía firmando: «Con cariño, Nick», pero de lo único que me acordaba era de una chica a la que, cuando jugaba al tenis, se le formaba un fino bigote de sudor, y, sin embargo, existía un vago compromiso que debía romper con delicadeza para sentirme libre.

Todo el mundo se cree poseedor de por lo menos una de las virtudes cardinales. La mía es ésta: soy una de las pocas personas honradas que he conocido en mi vida.

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