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Jordan Baker evitaba instintivamente a los hombres inteligentes y perspicaces, y entonces comprendí que lo hacía porque se sentía más segura en una esfera en la que apartarse de la norma resultara prácticamente imposible. Era una tramposa incurable. No soportaba estar en desventaja y, por ese rasgo negativo, supongo que había empezado a recurrir a subterfugios desde muy joven para conservar frente al mundo aquella sonrisa fría e insolente y, al mismo tiempo, satisfacer las exigencias de su cuerpo fuerte y feliz.

A mí no me importaba. Que una mujer haga trampas es algo que nadie critica demasiado. Me molestó en un principio, y luego lo olvidé. En aquella fiesta, en casa de alguien de Warwick, tuvimos una curiosa conversación sobre cómo conducir un coche. Empezó porque pasó tan cerca de unos trabajadores que el guardabarros rozó un botón de la chaqueta de uno de ellos.

—Conduces fatal —protesté—. O tienes más cuidado, o deberías dejar de conducir.

—Tengo cuidado.

—No, no tienes cuidado.

—Bueno, ya otros tienen cuidado —dijo sin pensarlo dos veces.

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