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Perdí de vista a Jordan Baker, y a mediados de verano volví a encontrármela. Al principio me halagaba ir con ella a los sitios porque era campeona de golf y todo el mundo la conocía. Y luego hubo algo más. No es que me hubiera enamorado, pero sentía una especie de curiosidad, de ternura. La cara de orgulloso aburrimiento que ofrecía al mundo ocultaba algo —casi todas las poses terminan ocultando algo, si no lo ocultan desde el principio—, y un día descubrí lo que era. Habíamos ido a una fiesta en Warwick, y Jordan dejó bajo la lluvia, sin subirle la capota, el coche que le habían prestado, y luego mintió sobre el incidente, y entonces me vino a la cabeza lo que contaban de ella y que no conseguí recordar aquella noche en casa de Daisy. En su primer gran torneo de golf hubo un escándalo que estuvo a punto de salir en los periódicos: alguien insinuó que en las semifinales Jordan movió una pelota que había caído en mal sitio. El caso alcanzó proporciones de escándalo y luego se desinfló. Un caddy se retractó de sus declaraciones y el único testigo admitió que podría haberse equivocado. Retuve, sin embargo, el incidente y el nombre.

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