Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—No me entienden —explicó el criminal—. Yo no conducía. Hay otro hombre en el coche.

La impresión que provocó esta declaración se dejó oír en un «Ahhh» inacabable mientras la puerta del coche se abría muy despacio. La multitud —era ya una multitud— retrocedió instintivamente, y cuando la puerta acabó de abrirse se produjo un silencio espectral. Entonces, muy poco a poco, por partes, un individuo pálido y bamboleante salió del coche siniestrado, tanteando sin mucha seguridad el suelo con un descomunal zapato de baile.

Cegada por el resplandor de los faros y confundida por el incesante gemir de las bocinas, la aparición se tambaleó unos segundos antes de reparar en el hombre del guardapolvo.

—¿Qué pasa? —preguntó muy tranquilo—. ¿Nos hemos quedado sin gasolina?

—¡Mire!

Media docena de dedos señalaron hacia la rueda amputada. La miró fijamente un momento y luego miró hacia arriba como si sospechara que había llovido del cielo.

—Se ha desprendido.

Asintió.

—Al principio no me di cuenta de que nos habíamos parado.

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