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Silencio. Luego, tomando aire y poniéndose muy derecho, preguntó con decisión:

—¿Podrían decirme dónde hay una gasolinera?

Por lo menos una docena de hombres, algunos apenas en mejor estado que él, le explicaron que la rueda y el coche ya no estaban unidos por ningún tipo de vínculo material.

—Salir marcha atrás —sugirió al cabo de un momento—. Meter la marcha atrás.

—¡Pero si le falta una rueda!

El hombre dudó.

—No se pierde nada con probar —dijo.

El aullido de las bocinas iba in crescendo. Di media vuelta y, pisando el césped, me fui a casa. Me volví a mirar una vez. La luna, como una hostia, brillaba sobre la casa de Gatsby para que la noche fuera tan hermosa como antes: había sobrevivido a las risas y a los ruidos del jardín, todavía iluminado. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las puertas inmensas, envolviendo en un aislamiento absoluto al anfitrión, que seguía en el porche, con la mano levantada en un protocolario gesto de despedida.

Al releer lo que llevo escrito, creo haber dado la impresión de que los acontecimientos de tres noches separadas entre sí por varias semanas me absorbieron por completo. Todo lo contrario: sólo fueron acontecimientos sin importancia en un verano muy ajetreado, y, hasta mucho después, me absorbieron infinitamente menos que mis propios asuntos.

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