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Si algo le ofuscaba a mi madre era mi aparente alejamiento de la realidad, al mirar la tele o leer algún libro o revista. Ella siempre creyó que me sumergía en un trance profundo al disfrutar las películas continuadas de los sábados, o con la revista “Billiken” que mi abuelo religiosamente me compraba todas las semanas. “Cuéntenme que no escucha, está mirando la tele” les decía displicentemente a mis hermanos creyendo que la caja boba me tenía hipnotizado, sin captar la realidad de mis circunstancias.

No se enteraron hasta mi adolescencia de mi fuerte curiosidad y ganas de saber todo, impulso que sostuvo mis “antenitas” firmes para captar hasta el más mínimo detalle que a mi alrededor, acontecía.

“¡Menos mal que no pudo! Si sale con esos locos en bicicleta seguro lo atropellan”, decretó hostilmente con ese estilo tan particular que aún hoy la caracteriza, sin un ápice de maldad claro, aunque ignorando el efecto dañino que podrían causar sus palabras.

Claro está, la rebeldía se asomaba en esos años y al escuchar el comentario mi respuesta no se hizo esperar. A partir de ese momento, confrontando al peso de los mandatos familiares, comencé a practicar durante las horas de la siesta en el patio de mi casa.

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