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Él asintió, miró la tarjeta y volvió a mirar el whisky.

Ella se dejó llevar.

4

Cinco miró por la ventana. Había dejado de llover y podía ver claramente la cima del monte Washington, donde se había construido una casa de color rojo y naranja en la ladera de la colina. No sabía quién había construido la casa posmoderna ni quién vivía en ella, pero le encantaba. Le encantaba porque era evidente que no encajaba con las casas de los alrededores. Todas eran casas familiares dignas y bien construidas que indicaban estabilidad, cierto grado de prosperidad y buenas raíces. La casa roja y naranja no. Gritaba de capricho e individualismo. Cinco a menudo pensaba que él era esa casa.

Suspiró y miró alrededor de la mesa a los tres victorianos, estables y serios, que le devolvían la mirada, sin pestañear, esperando a seguir su ejemplo.

—¿A quién estamos esperando? —preguntó.

—A John Porter. Está informando a Volmer. Enseguida sube.

Cinco frunció el ceño, el más mínimo descenso de su boca, para asegurarse de que los hombres reunidos supieran que no estaba contento por tener que esperar. La verdad era que a Cinco no le importaba el tiempo de espera. Se pasaba los días (todos los días) yendo a reuniones en el bufete de abogados que había construido su tatarabuelo. Se mezclaban, una con otra, en una reunión interminable.

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