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Sentí, ya entonces, en lo íntimo de mi corazón algo que ahora reconozco como sentimiento de indignación. No comprendía que habiendo pobres hubiese ricos y que el afán de estos por la riqueza fuese la causa de la pobreza de tanta gente.

Nunca pude pensar, desde entonces, en esa injusticia sin indignarme, y pensar en ella me produjo siempre una rara sensación de asfixia, como si no pudiendo remediar el mal que yo veía, me faltase el aire necesario para respirar.

Ahora pienso que la gente se acostumbra a la injusticia social en los primeros años de la vida. Hasta los pobres, que la miseria que padecen es natural y lógica. Se acostumbra a verla o sufrirla, como es posible acostumbrarse a un veneno poderoso.

Yo no pude acostumbrarme al veneno y nunca, desde los once años, me pareció natural y lógica la injusticia social.

Esto es tal vez lo único inexplicable de mi vida; lo único que ciertamente aparece en mí sin causa alguna.

Creo que, así como algunas personas tienen una especial disposición del espíritu para sentir la belleza como no la sienten todos, más intensamente que los demás, y son por eso poetas o pintores o músicos, yo tengo, y ha nacido conmigo, una particular disposición del espíritu que me hace sentir la injusticia de manera especial, con una rara y dolorosa intensidad.

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