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Un día —habría cumplido ya los siete años— visité la ciudad por vez primera. Llegando a ella descubrí que no era cuanto yo había imaginado. De entrada, vi sus barrios de “miseria”, y por sus calles y sus casas supe que en la ciudad también había pobres y que había ricos.

Aquella comprobación debió dolerme hondamente porque cada vez que regreso de mis viajes al interior del país y llego a la ciudad, me acuerdo de aquel primer encuentro con su grandeza y su miseria; y vuelvo a experimentar la sensación de íntima tristeza que tuve entonces.

Solamente una vez en mi vida he tenido una tristeza igual a la de aquella desilusión; fue cuando supe que los Reyes Magos no pasaban de verdad con sus camellos y con sus regalos.

Así, mi descubrimiento de que también en la ciudad había pobres y que, por lo tanto, estaban en todas partes, en todo el mundo, me dejó una marca dolorosa en el corazón. Aquel mismo día descubrí también que los pobres eran indudablemente más que los ricos y no solo en mi pueblo sino en todas partes.

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