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¿Para qué —me decía yo— aumentar, por otra parte, la desgracia de los que padecen la injusticia quitándoles, de ese mundo que estaban acostumbrados a contemplar, la visión de la Patria y de la Fe?

Me decía que era como quitar el cielo de un paisaje.

¿Por qué, en vez de atacar constantemente a la Patria y a la religión, no trataban los “dirigentes del pueblo” de poner esas fuerzas morales al servicio de la causa de la redención del pueblo?

Sospeché que aquella gente trabajaba más que por el bienestar de los obreros, por debilitar a la nación en sus fuerzas morales.

¡No me gustó el remedio para la enfermedad!

Yo sabía poco, pero me guiaba mi corazón y mi sentido común y volví a mis pensamientos de antes y a mis propios pensamientos, convencida de que no tenía nada que hacer en aquella clase de luchas.

Me resigné a vivir en la íntima rebeldía de mi indignación.

A mi natural indignación por la injusticia social se añadió, desde entonces, la indignación que habían levantado en mi corazón, las soluciones que proponían y la deslealtad de los presuntos “conductores del pueblo” que acababa de conocer.

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