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Alguna vez, en una de esas razones mías, recuerdo haber dicho: —Algún día todo esto cambiará...—, y no sé si eso era ruego o maldición o las dos cosas juntas.

Aunque la frase es común en toda rebeldía, yo me reconfortaba en ella como si creyese firmemente en lo que decía. Tal vez ya entonces creía de verdad que, algún día, todo sería distinto; pero lógicamente no sabía cómo ni cuándo; y menos aún que el destino me daría un lugar, muy humilde, pero lugar al fin, en la hazaña redentora.

En el lugar donde pasé mi infancia, los pobres eran muchos más que los ricos, pero yo traté de convencerme de que debía de haber otros lugares de mi país y del mundo en que las cosas ocurriesen de otra manera y fuesen más bien al revés.

Me figuraba, por ejemplo, que las grandes ciudades eran lugares maravillosos donde no se daba otra cosa que la riqueza; y todo lo que oía yo decir a la gente confirmaba esa creencia mía. Hablaban de la gran ciudad como de un paraíso maravilloso donde todo era lindo y extraordinario y hasta me parecía entender, de lo que decían, que incluso las personas eran allá “más personas” que las de mi pueblo.

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