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Poco a poco, mi sentimiento fundamental de indignación por la injusticia llenó la copa de mi alma hasta el borde de mi silencio, y empecé a intervenir en algunos conflictos...

Personalmente nada me iba en ellos, y nada ganaba con meterme a querer tratar de arreglarlos; lo único que conseguía era malquistarme con todos los que, a mi modo de ver, explotaban sin misericordia la debilidad ajena. Es que eso iba resultando progresivamente superior a mis fuerzas, y mis mejores propósitos de callarme y de “no meterme” se me venían abajo en la primera ocasión.

Empezaba a manifestarse así mi rebeldía íntima.

Reconozco que, algunas veces, mis reacciones no fueron adecuadas y que mis palabras y mis actos resultaron exagerados en relación con la injusticia provocadora.

¡Pero es que yo reaccionaba más que contra “esa” injusticia, contra toda injusticia!

Era mi desahogo, mi liberación, y el desahogo, lo mismo que la liberación, suelen ser a menudo exagerados, sobre todo cuando es muy grande la fuerza que oprime.

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