Читать книгу La polifonía de la creación. Gramática de la vida онлайн

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La angustia kierkegaardiana refleja un problema con el que se encuentra cualquiera que se plantee quién quiere ser, porque a menudo tenemos la triste sensación de que aquello que más ansiamos nos está vetado, como si una fuerza oculta nos mantuviese encerrados en nosotros mismos, y nos impidiese el paso a lo único que nos haría felices. De hecho, desde Kant, la filosofía ha descrito a menudo al hombre como un enfermo metafísico, un ser que vive persiguiendo una quimera. Kierkegaard creyó firmemente que esa era la situación del creyente, lo que equivale a decir, que esa es la situación que define el máximo desarrollo espiritual que podemos alcanzar2 y, lógicamente, la angustia le arrastró a un doloroso aislamiento y a una muerte prematura.

Esto me hizo comprender que toda espiritualidad para no ahogar el desarrollo de la vida, tanto física como espiritualmente hablando, tenía que construirse sobre una mística, al menos como posibilidad; y todo pensamiento realmente filosófico, que facilitase el movimiento del espíritu hacia la verdad, tenía que construirse sobre una estética, entendida como la comprensión de la capacidad creadora del ser humano. No podemos entender al hombre sin su capacidad de expresión y creación, sin interpretar la vida como un desarrollo personal mediante la construcción de formas, mediante la creación de lenguajes, de imágenes y de vidas absolutamente personales, sin la posibilidad de alcanzar, creándolo, la plenitud de lo que somos. Por eso entendí la idea romántica de que la salvación está en el arte como la necesaria negación de la dialéctica. Interpretar al hombre y al mundo dialécticamente, es decir, desde un proceso que define el “salir de sí” como un “perderse”, significa no sólo negar la posibilidad del arte, sino de toda comprensión del quehacer humano y del proceso cognoscitivo, que es un proceso creativo como veremos más adelante. En clave dialéctica, si la verdad es la interioridad, cualquier expresión enajena, aunque dicha enajenación se entienda como un momento evolutivo; en clave estética, no hay conocimiento sin expresión y, por tanto, nada es más “natural”, más liberador que el salir de sí.

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