Читать книгу Recently Discovered Letters of George Santayana. Cartas recién descubiertas de George Santayana онлайн

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Los editores de la edición crítica de las Cartas, sin embargo, sí que mencionan que no se había encontrado ninguna de las cartas de Santayana a von Westenholz, precisamente cuando comentan la relativa escasez de cartas (solamente seis) a John Francis Stanley («Frank»), el segundo conde Russell, dada la relevancia de esa relación para Santayana40. Visto retrospectivamente, que no hubiera en la edición crítica cartas dirigidas a Charles Loeser ni al barón Albert von Westenholz señalaba inequívocamente la posibilidad de que esas cartas estuvieran en algún sitio. Santayana dedicó varias páginas de su autobiografía a ambos, donde quedaba claro que eran muy importantes para él. Comencemos por Charles Loeser.

Al comienzo del capítulo XV («Amigos de la universidad») de Personas y lugares, Santayana recuerda su primer encuentro con Loeser, en Harvard, en un pasaje que merece ser citado completo:

La primera en el tiempo, y muy importante, fue mi amistad con Charles Loeser. Lo conocí por casualidad en la habitación de otro e inmediatamente me llevó a la suya que estaba al lado a enseñarme sus libros y sus cuadros. ¡Cuadros y libros! Eso marca la clave de nuestro compañerismo. Enseguida descubrí que hablaba francés bien y alemán probablemente mejor, puesto que cuando se hacía daño soltaba palabrotas en alemán. Había estado en un buen colegio internacional en Suiza. Enseguida me dijo que era judío, rara y bendita franqueza que despejó mil escollos y fingimientos. ¡Qué privilegio el de esa distinción y esa desventura! Si los judíos no fueran mundanos los elevaría por encima del mundo; pero la mayoría se revuelve y lisonjea y prefiere pasar por cristianos corrientes o por ateos corrientes. No así Loeser. Él no tenía ambición por administrar las cosas de otros, ni de introducirse en la sociedad elegante. Su padre era propietario de una gran «mercería» en Brooklyn y rico —nunca supe lo rico que era, pero lo bastante rico y generoso para que su hijo siempre tuviera dinero en abundancia y no tuviera que pensar en una profesión lucrativa—. Otra bendita simplificación raramente conocida en América. Existía una presunción comercial de que un hombre no vale a menos que haga dinero y ninguna vocación, solamente la mala salud, podía servir de excusa al hijo de un millonario para no pretender, al menos, tener un despacho o un estudio. Loeser parecía ajeno a este deber social. Me enseñó los estupendos libros y cuadros que ya había coleccionado — los comienzos de esa pasión de poseer e incluso acariciar objects d’art— que constituyó el gozo más claro de su vida. Ahí tenía yo materia e información frescas para mi hambriento esteticismo — hambriento sensorialmente y no respaldado por muchas lecturas, puesto que era mi primer año universitario, antes de mi primer regreso a Europa.41

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