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Luego de varias horas de espera (horas que parecieron días) encerrados en una habitación apenas iluminada, escuchando gritos y golpes en forma constante que tenían lugar entre nuestros captores y los miembros del comando enviado para la negociación, se llegó a un supuesto arreglo y muy tarde a la noche fuimos finalmente liberados.

Un gentío que incluía policías, periodistas, familiares de los rehenes y curiosos estaba apostado en la entrada del banco. Entre la intermitencia de las luces emitidas por las sirenas de las ambulancias, autobombas y patrulleros que perforaban la profunda y fría noche porteña, pude divisar a mi hijo que nos estaba esperando junto con unos amigos suyos.

Le comenté, que a causa de la traumática situación que habíamos vivido, había olvidado por completo el lugar en donde había estacionado el auto. Los chicos se ofrecieron a ayudarnos en la búsqueda. Nos dividimos y de esa manera, mi mujer y yo caminaríamos por la calle de nombre Jorge García en dirección a nuestra casa.

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