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Afirma el teólogo Leandro Citarroni: “Vemos en la maternidad, proceder y deseo de Nuestra Madre de Guadalupe, en la obediencia de Juan Diego, y en lo que ambos provocan en los demás receptores de su visita, una posibilidad y modelo de diálogo, que en cualquier época y sitio puede existencialmente orientarnos a colaborar a la armonía general. El testimonio de su aparición nos ayuda, concretamente, a ser protagonistas de la edificación de un mundo mejor y más feliz, en el cual cada particularidad colectiva o individual se pueda disfrutar y poner al servicio, que cada uno se presente con lo que es y que, como Pueblo de Dios, podamos ofrecer y transmitir mejor a todos los pueblos el único Evangelio”.1

El suceso de la aparición mariana en México, que ocurrió entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, es una muestra más de la ternura de la Madre que sigue atentamente la obra evangelizadora que su Hijo le encomendó a la Iglesia. María nos acompaña en la misión hasta los confines de la tierra y de la historia. Al igual que Jesús, también podemos escuchar que ella nos promete: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Cf. Mt 28, 19-20). En definitiva, esa es la promesa que la Virgen le hizo a Juan Diego y que hoy renueva con cada uno de nosotros: “¿No estoy acaso yo aquí presente, yo que soy tu Madre? ¿No estás acaso bajo mi protección?”. Es ella, la Madre del Hijo de Dios y nuestra Madre, quien no abandona a sus hijos en la tierra.

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