Читать книгу La Virgen de la Revelación. Un llamado a la conversión онлайн

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A pesar de la prepotencia de su marido, Yolanda se mantenía firme en su creencia religiosa, contó Bruno:

“No se dejaba convencer, me costó mucho. Una vez le partí el labio de un golpe, otra, le di una infinidad de bofetadas; todos los días la maltrataba y golpeaba; no pudo más, al fin cedió, pero me hizo prometer que antes de abjurar del catolicismo comulgaría con ella los nueve primeros viernes de mes”.

Más tarde de esos episodios, Bruno tomó contacto con los adventistas en Roma y participó activamente de sus asambleas: “Yo fui un propagandista tan hábil de su causa que, cuando volví al seno de la Iglesia Católica, los adventistas de la capital se habían triplicado en número, ‘convertidos’ todos por mí”, recordó.

Entre tanto, Bruno comenzó a trabajar para sacar adelante la familia; pasó el examen de enseñanza elemental y entró en una empresa de tranvías y colectivos como cobrador. Durante sus jornadas laborales, aprovechaba para molestar a los sacerdotes que subían al transporte:

“Mi odio contra el clero no hacía más que crecer y también lo ponía en práctica. Llamaba a los sacerdotes ‘perros’ y una vez, a un anciano que estaba enfermo, le cerré las puertas rápidamente, simulando no haber visto que estaba subiendo. Cayó mal y se fracturó una pierna. En otra oportunidad, escondí (metiéndola detrás de mi asiento) el maletín de un sacerdote que había subido y estaba por sacar el boleto. Cuando el pobre buscó su bolso, yo, fingiendo admiración, le respondí que la había tomado un pasajero que había descendido poco antes, con tanta desenvoltura que creía fuese la suya. Aquel maletín lo llevaba conmigo el 12 de abril de 1947 cuando fui a Tre Fontane donde mi vida sería cambiada de repente”.

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