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Con las miradas convertidas en soles, los siete heraldos se fundieron en un solo ser y se disolvieron en una esfera de poderosa energía que se expandió hacia la superficie del domo para fundirse también con él. Dotaron a este de un nuevo tono de luz que incluía vetas azules y verdes: los colores del espíritu humano.

El domo de protección de energía de geotraxis estaba listo.

Pero la conciencia de los heraldos siguió existiendo un instante más. Su último pensamiento antes de disolverse en el todo fue para sus compañeros animales, que junto con los animales silvestres, estaban a salvo. Inculcarles ese conocimiento fue el último regalo de los humanos a sus fieles amigos: esa memoria persistiría en los descendientes de los animales compañeros.

Eran las 7:15 de la mañana.

El primer heraldo hizo un pedido final, ya con voz etérea:

—Van a nacer en tu nombre, madre Tierra. No los dejes solos, por favor.

La gigantesca bola de hierro, hielo y fuego golpeó en el centro del domo. Este, como esperaban con miedo y esperanza los heraldos, absorbió la mayor parte del impacto. Aun así, la enorme explosión resultante arrasó dos mil kilómetros cuadrados de bosque con una descomunal ola de energía, e incendió con una ráfaga de fuego miles de árboles cercanos al lugar del impacto. En un radio de treinta kilómetros se fundieron objetos metálicos, se incendiaron algunas construcciones y se vaporizaron varios renos. Sin embargo, a pesar de esa destrucción, no hubo pérdidas humanas inmediatas.

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