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Hasta 1988, los partidos políticos eran simples asociaciones, en el sentido marcado por la ley de 1901 “relativa al contrato de asociación”.10 Como tales, podían recibir cuotas de sus miembros,11 pero no estaban autorizados a recibir donaciones ni herencias (ese privilegio estaba reservado a las asociaciones de “reconocida utilidad pública”). Oficialmente al menos, aunque los gastos de los candidatos en las campañas electorales no estaban limitados por la ley, sí lo estaban por la relativa “pobreza” de los partidos, que, en el papel, debían conformarse con las exiguas contribuciones de sus militantes. Exiguas excepto para el Partido Comunista —y, en menor medida, para el Partido Socialista—, de recursos relativamente abundantes gracias a sus numerosos miembros (con cuotas fijas de 1% de sus ingresos), y gracias también a las contribuciones de los funcionarios electos que le transfieren la totalidad de sus remuneraciones y a cambio reciben financiamiento.

Todo esto en el papel, puesto que los recursos secretos del gobierno, las finanzas patronales y muchas otras cajas negras no han dejado de alimentar, en la Quinta República, el funcionamiento de la vida política. No puedo más que invitar al lector nostálgico de la música disco y el flower power, de las viejas imágenes de los años de Giscard, a (re)sumergirse en el libro L’Argent secret [El dinero secreto], de André Campana.12 Claro que habla más de money power que de bolas de espejos en el techo de una discoteca, pero en esa época, para ser el número uno, más valía contar con amigos pudientes. En esa época, y hoy, pues aunque sonreímos ante esta evocación, en “francos pesados”, de los sinsabores de Bouygues en el asunto de la urbanización de Chanteloup-les-Vignes —la empresa, en la década de 1970, pagó a la UDR 5 millones de francos por debajo de la mesa para la construcción de sus oficinas… que finalmente no recibió—, las sumas en juego durante el escándalo del financiamiento libio de la campaña de Sarkozy son, por otro lado, más importantes. Y no hablaré aquí de las sospechas de corrupción que hoy pesan sobre el grupo Bolloré por la asignación de concesiones portuarias en Togo y en Guinea a cambio de una pequeña “contribución” electoral (en este caso, mediante el pago de servicios de consultoría y comunicación).

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