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El primero que se percató de que las revoluciones eran sucesos cósmicos, algo así como meteoritos plagados de posibilidades preparándose para chocar con la línea de flotación de un régimen caduco, fue el duque de La Rochefoucauld-Liancourt. Luis XVI, sin mucha preocupación, le interrogaba sobre la Toma de la Bastilla, preguntándole sosegadamente si era una revuelta. «No, majestad —cuentan que respondió—. Es una revolución». Agudeza le sobraba.
Pero la revolución no ha sido solo el principal acontecimiento político del mundo moderno[2], sino también del nuestro. Porque no podríamos comprendernos sin tomar conciencia de que somos una secuela de esa concepción histórica y pseudomística que concibe el progreso social como un fruto maduro al alcance de la mano. Así lo vio, ciertamente, Marx, a quien Engels, en su entierro, no le recordó por sus contribuciones a la economía política, sino por ser un auténtico revolucionario.
Ahora bien, reflexionar sobre la revolución no es una tarea que solo incumba a quienes se sienten amenazados en el trono o con riesgos de ser arrastrados al cadalso. Ni siquiera es un tema exclusivo de especialistas. Por el contrario, cualquiera que anhele comprender dónde se gestó nuestro presente haría bien, primero, en comparar lo que ocurrió en América —o en Inglaterra, un siglo antes— con lo sucedido en Francia a finales del XVIII, en ese preciso momento en que la historia política se bifurca. Además, hay pocas cosas tan terapéuticas para contrarrestar nuestra peligrosa y enfermiza querencia por la utopía como rememorar Boston o, lo que es igual, desmitificar París, para lo cual este ensayo que presentamos es un buen compañero de viaje.