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Pero si, como indicábamos, podemos emplear como sinónimo del mundo moderno la palabra revolución es porque la dualidad ideológica, tan interminable como fecunda, que enfrenta a los partidarios del progreso con los de la tradición, arranca en 1789. La diferencia entre los revolucionarios y quienes no lo son toma, de ese modo, un cariz antropológico. ¿Somos eslabones de una cadena o, por el contrario, cada generación surge en la más completa orfandad, arrostrando la titánica encomienda de crear de nuevo todas las cosas? Los conservadores, con Burke a la cabeza, no tienen ínfulas prometeicas, y si rechazan la revolución no es por miedo al cambio, sino casi siempre porque siguen ese innato sentido de la política que les conmina antes que nada a conservar y a reformar, no a destruir[5]. No hay que llevarse a engaño y pensar que el incondicional del progreso suscribe una antropología más optimista, como suele decirse. En realidad, quien vive pletórico de ilusión es el conservador, que no es tan ciego ni tan insensible como para pasar por alto el valor de todo aquello que merece ser preservado.