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En efecto, su autor, Mehra Kamrava, nos recuerda que las revoluciones no tienen por qué ser violentas, pero sobre todo que nuestro juicio sobre ellas ha de posponerse casi indefinidamente hasta que el tiempo revele sus corolarios. Una revolución es, siempre y en todo caso, una promesa y eso, después de lo sucedido en el Edén, tendría que hacernos sospechar. En la mirada retrospectiva que ofrece, Kamrava se siente cómodo y muy seguro al diagnosticar el rumbo desgraciado y liberticida tomado por Francia, Rusia, China, Vietnam e incluso Cuba o su Irán natal, pero confiesa sus dudas sobre lo ocurrido hace unos años en el mundo árabe, lo cual muestra su inteligencia y prudencia política. En la historia todo es cuestión de perspectiva. De tiempo.
La filosofía clásica no prestó atención a la revolución porque su interés residía en la permanencia y en la estabilidad de los regímenes políticos. Por su parte, la filosofía moderna, que ha sacralizado el cambio, no puede abordar su origen, desarrollo y conclusión. Lo más próximo que Platón y Aristóteles estuvieron de llegar a lo revolucionario fue cuando hablaron de la stasis, aunque este término tiene más en común con los desequilibrios internos de la polis que con la conciencia popular de echar un órdago al poder. Por paradójico que pueda parecer, la metáfora de las revoluciones proviene de la astronomía, un campo en el que el término hacía referencia a una recurrencia cíclica. Revolucionario, además, no pierde el significado de restauración hasta finales del siglo XVIII[3], cuando adquiere esa aura adánica que vincula la revolución a la creación de un universo nuevo y prístino.