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Los principales acontecimientos de los dos últimos siglos han estado vinculados, sin embargo, con el punto de vista más proclive a la algarada. Es decir, con el marxismo. El caso de Rusia, Cuba, China o el sudeste asiático sirven solo para atestiguarlo. En agosto de 1917, Lenin, a punto de convertirse en el timonel de la historia, firmaba un texto en el que vituperaba lo que entendía que era una manifestación de oportunismo político —el reformismo socialdemócrata—. Aprovechaba el momento, además, para abrir camino a la Revolución de Octubre, sosteniendo que la violencia era el instrumento para acabar con la democracia mutilada de su país. Para el camarada no había duda: la meta de la revolución era la destrucción completa del Estado y de la política[6]. Y es esta última posibilidad —la de un eclipse definitivo de la política— el principal riesgo del totalitarismo, puesto que el gulag y el campo de concentración solo pueden emerger una vez que la ciudad ha languidecido o expirado.
Por todo ello, la clasificación más importante de las revoluciones no es la que ofrece Kamrava en este libro, sino aquella que sitúa las “monstruosas comedias” revolucionarias de las que hablaba Burke junto a los sanos arrebatos por instaurar un régimen fundado en la libertad cívica. Las primeras son fantasmagorías ideológicas urdidas o por los revolucionarios profesionales o por los intelectuales interesados en cumplir con el papel de Mefistófeles de la política. Las segundas, que cuestionan el despotismo, no se identifican con una determinada opción política, sino con eso tan sano y perentorio que es la causa del hombre libre.