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«Querido mío», añadía, «se trata al alma valiéndose de ciertas palabras mágicas. Estas palabras mágicas son los bellos discursos. Gracias a estos bellos discursos, la sabiduría toma raíz en las almas, y, una vez arraigada y viva, nada más fácil que procurar la salud a la cabeza y a todo el cuerpo». Enseñándome el remedio y las palabras, «Acuérdate, me dijo, de no dejarte sorprender para no curar a nadie la cabeza con este remedio, si desde luego él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras; porque hoy día, añadía, es un error de la mayor parte de los hombres el creer que se puede ser médico de una parte sin serlo de otra». Me recomendó mucho que no cediera a las instancias de ningún hombre, por rico, por noble, por hermoso que fuese, y que no obrase jamás de otra manera. Yo lo he jurado, estoy obligado a obedecer, y obedeceré infaliblemente. Con respecto a ti, siguiendo las recomendaciones del extranjero, si quieres entregarme desde luego el alma para que yo la hechice con las palabras mágicas del tracio, curaré tu cabeza con el remedio. Si no, yo no puedo hacer nada por ti, mi querido Cármides».