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—Talento que os es hereditario, mi querido Critias, y que lo debéis a vuestro parentesco con Solón. ¿Pero qué esperas para darme a conocer a este joven y llamarle aquí? Aun cuando fuese más joven, ningún inconveniente tendría en conversar con nosotros delante de ti, su primo y tutor.

—Lo que dices es muy justo; vamos a llamarle.

Dirigiéndose al mismo tiempo hacia un sirviente:

—Esclavo —dijo—, llama a Cármides, y dile que quiero que consulte con un médico sobre la indisposición de que me habló estos días.

Y dirigiéndose a mí:

—Hace algún tiempo —dijo—, que tiene la cabeza pesada al levantarse de la cama. ¿Qué inconveniente hay en indicar que conoces un remedio a los males de cabeza?

—Ninguno, con tal de que venga.

—Va a venir.

Así sucedió. Cármides vino, y dio ocasión a una escena divertida. Cada uno de nosotros, que estábamos sentados, empujó a su vecino, estrechándole para hacer sitio y conseguir que Cármides se sentara a su lado, resultando de estos empujes individuales, que los dos que estaban a los extremos del banco, el uno tuvo que levantarse y el otro cayó en tierra. Sin embargo, Cármides se adelantó y se sentó entre Critias y yo. Pero entonces, ¡oh amigo mío!, me sentí todo turbado y perdí repentinamente aquella serenidad de antes, con la que contaba para conversar sin esfuerzo con él. Después Critias le dijo que era yo el que sabía un remedio; él volvió hacia mí sus ojos como para interrogarme, echándome una mirada que no me es posible describir, y todos cuantos estaban en la Palestra se apuraron a colocarse en círculo alrededor de nosotros. En este momento, querido mío, mi mirada penetró por entre los pliegues de su túnica, se enardecieron mis sentidos, y en mi trasporte comprendí hasta qué punto Cidias es inteligente en amor, cuando hablando de un bello joven, y dirigiéndose a un tercero, le dice: No vayas, inocente gamo, a presentarte al león, si no quieres que te despedace. En cuanto mí, me he creído cogido entre sus dientes. Sin embargo, como me preguntó si sabía un remedio para el mal de cabeza, le respondí, no sin dificultad, que sabía uno.

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