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—Respecto a la belleza —dijo—, vas a saber, Sócrates, en este mismo acto todo lo que hay. Ésos que ves que acaban de entrar son los precursores y los amantes del que, a lo menos por ahora, pasa por el más hermoso. Imagino que no está lejos, y no tardará en entrar.
—¿Quién es, y de quién es hijo?
—Le conoces —dijo—, pero no se le contaba aún entre los jóvenes que figuraban cuando marchaste; es Cármides, hijo de mi tío Glaucón y primo mío.
—Sí, ¡por Zeus!, le conozco; en aquel tiempo, aunque muy joven, no parecía mal; hoy debe ser adulto y bien formado.
—Ahora mismo —dijo— vas a juzgar de su talle y disposición.
Cuando pronunciaba estas palabras, Cármides entró.
—No es a mí, querido amigo, a quien es preciso consultar en esta materia, y si he de decir la verdad, soy la peor piedra de toque para decidir sobre la belleza de los jóvenes; en su edad no hay uno que no me parezca hermoso.
Indudablemente me pareció admirable por sus proporciones y su figura, y advertí que todos los demás jóvenes estaban enamorados de él, como lo mostraban la turbación y emoción que noté en ellos cuando Cármides entró. Entre los que le seguían venía más de un amante. Que esto sucediera a hombres como nosotros, nada tendría de particular; pero observé que entre los jóvenes no había uno que no tuviera fijos los ojos en él, no precisamente los más jóvenes, sino todos, y le contemplaban como un ídolo.