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SÓCRATES. —Así lo haremos, si Dios quiere, pero te suplico, que en este momento me des algunas explicaciones sobre lo que tratamos. Me haces recordar muy a tiempo que el otro día, escuchando un discurso, como criticara yo ciertas partes que encontraba feas y alabara otras que encontraba bellas, un hombre me preguntó muy bruscamente: —¿Quién te enseñó, Sócrates, lo que es bello y lo que es feo? ¿Podrás decirme qué es lo bello? Yo quedé cortado con esta pregunta, y mi estupidez no me permitió responderle en el acto. Después que me retiré, me sentí incomodado conmigo mismo; me eché en cara mi tontería, e hice propósito firme de aprovechar la primera ocasión en que me encontrara con alguno de vosotros, sabios como sois, para que me instruyerais a fondo, y, bien preparado sobre esta materia, ir en busca de mi hombre y presentarle la batalla como de nuevo. Por consiguiente, este encuentro contigo es para mí un acontecimiento afortunado. Enséñame, pues, te lo suplico, qué es lo bello; pero explícamelo con tal claridad, que el tal hombre no se burle de mí una segunda vez; porque tú sabes todo esto perfectamente, y lo que ahora se trata es sin duda el menos importante de tus conocimientos.

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