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HIPIAS. —Es cierto, Sócrates, y esto no merece la pena que se hable de ello.

SÓCRATES. —Tanto mejor, porque así aprenderé yo más fácilmente, y nadie vendrá en lo sucesivo a darme la ley y confundirme.

HIPIAS. —Nadie; porque entonces dejaría yo de ser un hombre muy hábil, y pasaría por un necio.

SÓCRATES. —¡Por Hera!, dices bien, Hipias, si podemos convencer a ese hombre. Pero me permitirás, que suponiéndome yo en su lugar, te importune con las objeciones que podría hacer a su manera, para que así se imprima tu doctrina más profundamente en mi espíritu. Porque en materia de objeciones yo soy fuerte, y, si no te disgusta, te haré la guerra para instruirme mejor de lo que quiero saber.

HIPIAS. —Obra como te parezca. Esta cuestión, como te he dicho, no es de gran importancia, y te enseñaré a responder sobre cosas más difíciles, hasta el punto de que nadie pueda refutarte.

SÓCRATES. —¡Qué bien hablas, Hipias!, entremos en materia, puesto que así lo quieres, y haciendo yo el papel de ese hombre, te interrogaré.

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