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HIPIAS. —¿Pero puede dudarse de ello, Sócrates?

SÓCRATES. —Si le concedemos esto, se echará a reír, y me dirá: «¿Te acuerdas, Sócrates, de lo que te pregunté?» «Me acuerdo muy bien», le diría; «tú me preguntaste qué es lo bello». «Así es», me contestará, «y en lugar de satisfacer a mi pregunta, me das por bello lo que según tú mismo tan pronto es bello, tan pronto feo». Le confesaré que lo que dice tiene trazas de ser verdadero; ¿o qué es lo que me aconsejas que le responda, amigo mío?

HIPIAS. —Es preciso confesarle, que la belleza humana no es nada en comparación con la belleza divina; todo esto es cierto.

SÓCRATES. —Pero, me dirá, «si desde el principio te hubiese yo preguntado qué es a la par lo bello y lo feo, y me hubieras respondido como lo haces ahora, ¿no me habrías contestado perfectamente? ¿Te parece aún que lo bello en sí mismo, que adorna y hace bellas todas las demás cosas desde el momento que en ellas se muestra, haya de ser una doncella, una yegua, una lira?»

HIPIAS. —Si te hace esa pregunta, es fácil definirle lo bello que forma la belleza y el adorno de todas las cosas bellas; pero ciertamente ese hombre es un imbécil, que no entiende una palabra de belleza. Respóndele, que lo bello que busca no es otra cosa que el oro, y con eso le tapas la boca; porque no hay duda de que el oro, aplicado a una cosa, de fea que era antes, la hace bella.

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