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—Hipótales —dije yo entonces—, ¡vaya una cosa singular!, ¿compones y cantas tu propio elogio antes de haber vencido?

—Pero, Sócrates, no es para mí lo que compongo y lo que canto.

—Por lo menos —le respondí yo—, tú no lo crees.

—¿Qué quiere decir eso, Sócrates?

—Es —le dije— que si eres dichoso con tales amores, tus versos y tus cantos redundarán en honor tuyo, es decir, en alabanza del amante que haya tenido la fortuna de conseguir tan gran victoria. Pero si la persona que amas te abandona, cuantas más alabanzas le hayas prodigado, cuanto más hayas celebrado sus grandes y bellas cualidades, tanto más quedarás en ridículo, porque todo ello ha sido inútil. Un amante más prudente, querido mío, no celebraría sus amores antes de haber conseguido la victoria, desconfiando del porvenir, tanto más cuanto que los jóvenes hermosos, cuando se los alaba y se los ensalza, se llenan de presunción y de vanidad. ¿No piensas tú así?

—Sí, verdaderamente —dijo.

—Y cuanto más presuntuosos son, ¿no son más difíciles de atraer?

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