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—Y ¿consideras dichoso al que es esclavo y no es libre de hacer lo que quiere?
—No, ¡por Zeus!, no es dichoso.
—Entonces tu padre y tu madre, si te aman verdaderamente y quieren tu felicidad, deben hacer los mayores esfuerzos para hacerte dichoso.
—Es claro.
—¿Te dejan, pues, hacer todo lo que quieres, sin regañarte nunca, ni impedirte obrar a tu capricho?
—¡Por Zeus!, sucede todo lo contrario; me impiden hacer muchas cosas, Sócrates.
—¿Cómo así? ¿Quieren que seas dichoso, y te impiden hacer tu voluntad? Dime; ¿si quisieses montar en uno de los carros de tu padre, y tomar las riendas cuando hay alguna lucha, te lo permitiría tu padre o te lo prohibiría?
—Ciertamente que no me lo permitiría.
—Y ¿a quién lo encomienda?
—Hay un conductor que recibe por esto un salario de mi padre.
—¿Qué dices?, ¿permite a un mercenario mejor que a ti hacer lo que quiere de los caballos, y le da además un salario?
—¿Por qué no? —dijo.
—¿Pero se te permite conducir la yunta de mulas y castigarlas con el látigo cuando te acomode?